Este año se sintió como tratar de quitarme una camisa de fuerza. Tuve que dejar atrás mis paisajes para integrarme a otros nuevos, y mi corazón que todavía vive en esos paisajes se resiste y se aferra con raíces tercas porque todavía no entiende cómo vivir lejos de ellos.
Hacer espacio para otro hogar dentro de mi cuerpo se ha sentido difícil e incómodo. Como si unos huesos quisieran crecer por fuera de mi piel y no tienen por donde salir, y como si mis costillas se comprimieran tan fuertemente dentro de mi tórax que se estallan en pedacitos.
El duelo que me atraviesa por separarme del agüita fría que baja del Páramo de Chingaza y la sombra de los Chíparos que crecen a la orilla del Río Rumiyaco no es un duelo por dejar un lugar, sino por dejarme a mí misma. Porque nunca soy solo «Adrianna» sino «Adrianna + páramo + laguna + árbol + río + pez + flor». Es un duelo por un paisaje lleno de seres que me conforman y me definen.
En una sociedad diseñada para impedir que nos hagamos conscientes de estas sutilezas y que fomenta la productividad y optimización constantes, hacerle espacio a este duelo es mi forma de resistencia. Mi duelo se puede ver así:
Ya va, estoy ocupada llorando porque no sé si los eucaliptos de la vereda que saludaba todos los días ya mudaron su corteza.
Ya va, estoy ocupada intentando recordar el canto de las Tángaras que se posaban afuera de mi ventana porque ya no las escucho y las extraño.
Pero ¿qué hago con todo esto? ¿cómo le abro espacio a los seres que habitan mi nuevo paisaje si todavía estoy asimilando que tuve que separarme, al menos físicamente, del anterior?
Es un desasosiego muy grande con el que he estado negociando por mucho tiempo. Es algo que me pide pausa y espacio. Me pide devoción en una era en la que parece no haber tiempo para otra cosa que no sea extraer y consumir. Y en búsqueda de una “solución” a esa tristeza, no he encontrado más remedio que rendirme a sus pies.
Por eso después de un año tan complejo emocionalmente, me someto la tierra para que me absorba y me descomponga. Para que como solo ella sabe me ayude a transformar este caparazón roto, estas costillas comprimidas, estas raíces arrancadas, en un suelo fértil y saludable.
Así es como este año me convertí en una pila de compost. La pila de compost no es rápida, fluida, bonita, ni altamente productiva. Es oscura, lenta, olorosa, incómoda. Es un espacio de muerte y resurrección. Me rindo a los pies de este proceso y asumo con humildad el ahora, aunque sea abstracto e incierto.
Poco a poco me estoy convirtiendo en suelo fértil, y espero que en este nuevo suelo puedan crecer y prosperar nuevas ideas, amores, plantas, y paisajes.